Él me gustaba, así que me había puesto un vestido nuevo. Era una noche fresca, mi primer otoño en Buenos Aires. Miraba el teléfono cada cinco minutos mientras me retocaba el maquillaje. Pasaba el tiempo y nada, no llegaba, no acudía a la cita que habíamos pactado hacía una semana. Recibí su mensaje dos horas después: Perdón, se me hizo muy tarde, ¿podemos vernos otro día? Estaba tan enojada que preferí esperar para escribirle. No quería parecer desesperada. No quería mostrarle mi dolor a un desconocido. En realidad, no era para tanto, un olvido, un despiste. ¿Por qué me sentía tan abatida?
No era la primera vez ni sería la última. La herida siempre abierta. Una y otra vez me sentía a la espera de alguien que prometía llegar, pero no llegaba. A veces literalmente, otras, se trataba de una espera más profunda, devenida en mandato, tan encarnada que parecía parte de mí: sé paciente, adáptate, mejor complacer que incomodar, no seas tan rígida.
Durante años, cada vez que me quedaba esperando a alguien, cada vez que una amiga me contaba un episodio similar, pensaba en Penélope: el arquetipo occidental de la mujer que espera, pacientemente, la llegada de su amor.
Quiero fluir, me dijo otro amante al que esperé toda una tarde porque habíamos quedado en hacer una videollamada. Había adelantado trabajo y cancelado un plan para nuestro encuentro virtual. Me avisó cinco minutos antes de que le había surgido algo inesperado. Tampoco era la primera vez que cancelaba un compromiso en el último momento y yo me quedaba esperando, y no sería la última.
«El que nos hace esperar celebra su poder sobre nuestro tiempo de vida», escribe Andrea Köller en su libro El tiempo regalado (Libros del Asteroide).
Durante años, cada vez que me quedaba esperando a alguien, cada vez que una amiga me contaba un episodio similar, pensaba en Penélope: el arquetipo occidental de la mujer que espera, pacientemente, la llegada de su amor. Aquella que se sacrifica, acomoda los planes, teje que teje su telar, mientras el otro se busca a sí mismo.
En la literatura existen varios ejemplos sobre la reinterpretación del mito de Penélope: Begoña Caamaño y su novela Circe ou o pracer do azul, en la que explora la amistad entre Penélope y Circe, haciéndolas protagonistas de sus propias historias y no secundarias del gran héroe; Margaret Atwood y su famosa novela Penélope y las doce criadas, en la que el mito es narrado desde su propia versión de los hechos; Lourdes Ortiz en Voces de mujer, una compilación de cuentos mitológicos desde las perspectivas de sus personajes femeninos, en el que escribió:
«La divinal Penélope en aquella cama de olivo que fue su lazo, contempla a Ulises que ha regresado y llora, él tiene tras sí una historia para narrar, y ante él una hacienda que reconstruir y un reino que legará a su hijo. Ella, la esposa, que ya no está en edad de volver a ser madre y renunció, cuando era tiempo, al tacto de los cuerpos jóvenes, se refugia en el sueño y deja que los fantasmas de los pretendientes le devuelvan el eco de un goce que ya no puede ser»
Penélope es un personaje de un poema épico y también un ejemplo aleccionador: la fidelidad conyugal a cualquier precio. La espera como única salida, una serie de gestos de contención rabiosa: regalarle a otro el tiempo propio, tejer y destejer, urdir trucos para la espera.
¿Qué hizo Penélope todos esos años?, nos preguntó Olivia Teroba en una clase que guió para Casa Índigo. Todas sonreímos al mismo tiempo. Sabíamos, silenciosamente, que nos habíamos hecho esa pregunta de una forma u otra.
No soy la mujer de un rey que espera veinte años su regreso. No vivo en un palacio ni tejo un telar que destejo cada noche para engañar a mis pretendientes y, sin embargo, la pregunta me llevó a aquella veinteañera, recién llegada a la gran ciudad, con su vestido nuevo y desmaquillándose en el baño con rabia.
Aunque a veces la espera es un gesto de paz con la velocidad del mundo, otras veces reabre una herida invisible, anterior a mi historia.
Subvertir los mitos que constituyen nuestro imaginario colectivo nos permite repensar las narrativas que nos constituyen y, también, las razones estructurales de ciertos sentimientos que llevamos toda la vida intentando sustraer de nuestros corazones como si fueran la mismísima piedra de la locura.
Siempre dudo de mí: ¿No sé esperar? ¿será mi ansiedad? Luego trato de ser más justa, de ubicarme en el tiempo como el gran misterio que es, de no adelantarme a los acontecimientos y, aunque a veces la espera es un gesto de paz con la velocidad del mundo, otras veces reabre una herida invisible, anterior a mi historia.
¿Cómo reescribir la espera?
La escritora y divulgadora de cultura clásica María del Mar Carrillo aborda las figuras míticas occidentales de las mujeres en su serie de artículos Mito con M de Mujer. Habla Penélope:
«A mí la fama me llegó convirtiéndome en paradigma de la mujer abnegada, fiel y enamorada que esperó a su marido sufriendo todo tipo de vejaciones. La historia la contaron a medias, olvidaron aquel amor maduro que me hizo florecer mientras Ulises estaba ausente. Olvidaron que durante un tiempo reiné en Ítaca. Convenientemente, también olvidaron todos los avances que implementé en aquella isla para mejorar nuestras vidas y soportar la lapidación de casi veinte años, provocada por aquellos villanos que se instalaron en Palacio.
Y han olvidado relatar el final de nuestra historia. Lo que pasó después, cuando la paz se instaló entre nosotros, cuando el colchón dejó de arder y los cuerpos se convirtieron en monótonos y familiares. Fue cuando el peso de la cotidianeidad terminó por aplastarnos. Cuando la tranquilidad del hogar y la familia aburrió el corazón del explorador y me consumió a mí casi hasta los huesos. Él pudo escapar, yo quedé encerrada en aquella isla.»
¿Qué hizo Penélope aquellos años? ¿Qué pasó después?
Aquella noche no respondí el mensaje, no me quité el vestido nuevo, no me desmaquillé furiosa frente al espejo. La herida se hizo fecunda, como diría Clara Obligado. No esperes más, me dije. Vuelve a creer en la pulsión de la escritura: teje y desteje una historia.
Escribir sobre la espera no es fácil. Lo hacemos con rabia, con pudor, con ternura. Y aún así, lo hacemos. ¿Has sentido alguna vez que esperabas algo más que a alguien? Te leemos.
Sobre Francesca Woodman:
Francesca Woodman (Estados Unidos, 1958–1981) fue una fotógrafa cuya obra profundamente introspectiva explora la relación entre el cuerpo femenino, el espacio y la desaparición. A través de autorretratos en blanco y negro, composiciones en interiores deshabitados y el uso del desenfoque y la larga exposición, Woodman construyó una estética onírica y perturbadora que ha influido en generaciones posteriores de artistas visuales.
Su trabajo, atravesado por lo autobiográfico y lo performativo, dialoga con temas como la identidad, la fragilidad, la espera y la disolución del yo. Las imágenes, muchas veces cargadas de silencio y movimiento suspendido, invitan a una lectura poética del tiempo y del cuerpo como territorio de la ausencia, la memoria y el deseo.
Casa Índigo es una escuela virtual de escritoras con más de 1.300 alumnas hispanohablantes alrededor del mundo. Nos especializamos en la literatura intimista, testimonial y autobiográfica con perspectiva de género.
Hemos creado El viaje de la escritora, un programa formativo profundo que acompaña el proceso creativo desde la idea al libro.
Muy interesante! Me recuerda mucho a este libro increíble e inspirador "La Grecia que duele: Poesía griega de la crisis" de Helena González Vaquerizo, para entender Grecia y toda la cultura construida en relación un poco mejor, hay todo un capítulo escrito sobre Penélope con unos poemas contemporáneos re-escribiendo el mito con perspectiva feminista increíbles
Esperar algo, claro, todos los días espero algo.
Esperar a alguien, también.
Esperar algo y a alguien ha sido una constante en mi vida.
¿No es acaso así, en la vida de todas?
Si no esperamos algo, tal vez la vida se desilusione.
Si no esperamos a alguien, probablemente, se desesperance.
¿Con el tiempo y los años, será que una deja de esperar algo o a alguien?