
A los once años gané un premio de poesía en el colegio con un poema que hablaba de la paz mundial. No recuerdo ni un verso, no sé dónde está la cartulina donde lo escribí, pero tengo una imagen muy clara: esa niña que fui, de pie, recibiendo su regalo de parte de la institución, una carpeta de las Spice Girls y una breve colección de poesía juglaresca. Las Spice ni siquiera estaban de moda en ese momento, así que mi decepción fue bastante grande, tanto como para opacar el hecho de haber sido premiada.
¿Qué pensé al ver aquellos libros? Podría hacer el esfuerzo por recordar, incluso inventarlo, pero lo importante es que aquella compilación no significó gran cosa para mí. ¿Qué hubiera pasado si, en lugar de poemas épicos me hubieran regalado un poemario de, por ejemplo, Maria Mercè Marçal? ¿Y si, en lugar de pasar por el currículum obligatorio, alguien hubiera pensado que quizá la manera de que siguiera escribiendo poemas era, justamente, conmoverme, hacer que mi corazón se encendiese?
Los poemas más importantes de mi vida —no hablo de calidad— los he escrito después de leer a otra poeta. Casi siempre escribo por influjo.
Tardé más de diez años en volver a escribir un poema. Fue justo después de leer uno de Alejandra Pizarnik. Sentí un pulso que salía de quién sabe dónde, casi una fiebre. Me quedé exhausta, no exagero, fue un acto tan físico como emocional. Los poemas más importantes de mi vida —no hablo de calidad— los he escrito después de leer a otra poeta. Casi siempre escribo por influjo.
Me costó mucho tiempo compartir aquello que escribía. Todavía, de hecho, me arrepiento cada vez que publico en algún medio o en redes sociales. Una voz adentro me dice que no es poesía, que no está suficientemente elaborado, que es demasiado íntimo. Le falta, le sobra, no alcanza. ¿Qué van a pensar?, me pregunto, como si un grupo de señores con traje me estuviera juzgando desde una gran habitación dorada. En realidad, ¿quiénes están detrás de este plural? No son figuras concretas, sino fantasmas que las representan.
Fue Nicanor Parra, el antipoeta, quien escribió en su Manifiesto:
La «antipoesía» de Parra fue una declaración de intenciones con su libro Poemas y antipoemas (1954). Todas aquellas expresiones rupturistas de las primeras décadas del s.XX tenían una clara pulsión de poner en duda la tradición artística y las formas establecidas en generaciones anteriores. En el caso de la poesía, tan asociada al elitismo, a la palabra sagrada, al lenguaje inaccesible, supuso un espacio para la ironía y el juego. Cito a Parra:
Gracias a Nicanor y a tantas poetas experimentales, dejé de tomarme la poesía tan «en serio» para quitarle solemnidad. Había confundido miedo con respeto, por eso la amo más desde entonces.
Si podía leer con placer y rabia, si era posible reír con un poema con la misma intensidad con la que me conmovía, si el lenguaje poético me resultaba tan incómodo como fascinante, ¿no estaba ahuyentando a los fantasmas?
La niña que fui me mira. Está de pie, no entiende qué es un poema. No entiende por qué escribe lo que escribe. Se olvida de escribir. Quiero besarle la frente. Quiero que irrumpa en la habitación dorada, que entre y plante un árbol en el centro de la mesa.
Abro el cuaderno, tomo notas. Esbozo un poema como si pudiera despejar una duda: ¿Cuál es el vínculo entre las medusas veleta que mueren en la orilla y las manos de mi abuela, azules por la falta de circulación? Miro el desorden, la falta de sentido, y vuelve a acecharme la inseguridad.
La niña que fui me mira. Está de pie, no entiende qué es un poema. No entiende por qué escribe lo que escribe. Se olvida de escribir. Quiero besarle la frente. Quiero que irrumpa en la habitación dorada, que entre y plante un árbol en el centro de la mesa.
Nunca descubriré por qué se escribe ni cómo no se escribe, sentenció Marguerite Duras en su libro Escribir (1994). Cuando escribo un poema juego y sufro. Es normal, me digo, sufrir en un juego en el que las reglas puede inventarlas una misma, porque no sé ubicarme en el infinito. Un juego que también disfruto cuando se pone dulce, cuando se llena de misterios que me animan.
Según María Negroni, la poesía es la conciencia más aguda del lenguaje. Intento cultivar su agudeza en lugar de obedecer un dogma que me diga si lo que hago es poético o antipoético. No me importan los poemas correctos o grandilocuentes, me importan las manos de mi abuela, ese azul de sus manos que se parece tanto al color de una pequeña medusa en la superficie del agua.
El poema pone la atención a aquellas sutilezas que hacen del mundo un lugar de posibilidades y celebraciones. Si los fantasmas quieren echarle el pestillo a la puerta de la habitación dorada, que no entre nadie sin su beneplácito, mi íntimo deber es recordarme que la poesía no le pertenece a nadie porque no es un espacio cerrado, es un bosque infinito.
Sobre Diane Arbus:
Diane Arbus (1923-1971) fue una fotógrafa estadounidense reconocida por su interés en retratar a quienes la sociedad consideraba freaks, marginados y diferentes.
Su obra nació de largas caminatas por Nueva York, donde, guiada por su instinto, entablaba conversaciones con personas que escapaban de los cánones de belleza y normalidad. Con su mirada única, Arbus desafió las convenciones de la fotografía y amplió sus límites al capturar aquello que solía permanecer en la sombra. Sus imágenes nos inspiran a sorprendernos con los gestos cotidianos de los demás.
Si quieres conocer más sobre su trabajo, puedes explorar su archivo en el Museo Metropolitano de Arte.
Que entremos todas en esa habitación dorada y encontremos las medusas particulares en las manos de nuestra abuela y podamos estar un poco más cerca cada vez, calmando nuestra falta atávica con nuestra interdependencia también atávica. Qué texto tan bonito🪻Gracias
Ojalá pudiéramos dejar descansar a los clásicos. Ojalá nos permitieran pasar por el canon de puntillas y ofrecer poemas que consigan despertar a los alumnos del letargo. No nos dejan.
Yo no supe que me gustaría la poesía hasta que leí a Cernuda (ojo, del cànon, cànon). Todo lo de antes, me había dado igual. Cuando eso pasó ya tenía 18 años y fue un poema, un solo poema de Cernuda, lo que me hizo cambiar de decisión. De no ser por él, ahora no sería profesora de lengua y literatura...